Leí
con singular placer y cuidado el breve artículo del esteta, investigador y
pensador de origen indio Arjun Appadurai, titulado La cosa en sí misma (2006), donde analiza, con su don para los
detalles ocultos, esa relación tan personal y misteriosa entre las personas y
los objetos de las que se rodean, con la particular inmersión que hace en su cultura,
la de India, de la que, en sus propias palabras, dice: “la promiscuidad infinita de la India por el mundo de las cosas”
Appadurai
es un seguidor y desarrollador de la avanzada crítica marxista a las teorías
estéticas de occidente y, desde hace ya mucho tiempo, dedicó estudio y tiempo a
la vida social de los objetos, al punto de declarar que personas y cosas, desde
un punto de vista estrictamente de las relaciones sociales, pertenecen a una
misma categoría, idea que desarrolló en su libro que lo catapultó a la fama en
el mundo académico, La Vida Social de
las Cosas (1986).
En la
India, como bien lo plantea en su artículo, el arte y los objetos de la
cotidianidad se confunden en una inmensa comarca de colores, materiales,
formas, disposiciones, valores y usos que, por un lado, sumergen al espectador
en un tsunami de sensaciones que provocan desde simples molduras en los
edificios y templos, pasando por coloridos saris colgando de las tiendas
callejeras, los cacharros de bronce y cobre, que relucen al sol de sus
atestados mercados, las enormes y llamativas vallas de publicidad, las formidables
pinturas épicas, expuestas en museos, las costosísimas joyas elaboradas por
artesanos a la venta en exclusivas boutiques en hoteles cinco estrellas…
Dice
Appadurai:
India, a pesar de su creciente e
insaciable clase media en busca de estatus, no es todavía una sociedad de
consumo en el sentido occidental. Esto, debido a que la materialidad de los
objetos en India, no está plenamente penetrada por la lógica del mercado. Esto
quiere decir que los objetos no son vistos como los principales receptáculos
del valor del intercambio monetario. En las más avanzadas economías
industriales, de las que los EEUU es todavía el líder, los objetos han sido
casi totalmente colonizados por el mercado. Todo tiene un precio, incluso la sangre,
la fama, la información, las partes del cuerpo, los atletas, el código
genético. Por supuesto, la ideología del mercado en los EEUU trata de luchar en
contra de esta realidad, buscando constantemente darle un toque “personal” a
los objetos, alguna característica singular a lo que obviamente son commodities, y algún mágico acento a lo
que son experiencias enteramente mercadeables o productos comerciales.
Y esto lo dice el autor indio porque en su artículo
habla de los regalos, una cosa son las cosas que uno compra en las sociedades
de consumo para su propio uso y otra, la que compra o hace para regalar; esto
lo señala para explicar el nivel de abstracción que las cosas tienen para la
persona.
Appadurai expresa que en los EEUU hay una economía
de los regalos, así como hay una economía de títulos valores o de bienes
inmuebles; la economía de los regalos se mueve por esa persistente y muy
importante costumbre, que tienen los humanos, de regalarse cosas para
solidificar las relaciones, y en un mercado de más de 200 millones de
consumidores, este intercambio es constante y en diferentes niveles.
El regalo es algo muy personal, se diferencia de las
otras commodities porque no pretende
ser estándar, ni que esté al alcance de cualquiera, ni que el precio determine
su valor (aunque de hecho, así sea); según el antropólogo Marcel Mauss, el
regalo contiene simbólicamente las cualidades de quien lo da y quien lo recibe,
es algo cuasi mágico que, aunque sea parte de una producción masiva, tiene una
cualidad especial, es mí regalo para ti. Aún si se tratara de la misma pieza,
no es lo mismo recibirla como regalo, que encontrarla en una oferta en alguna
venta de garaje.
La contradicción que destaca Appadurai del mundo de
las cosas en serie (que es la naturaleza de casi todas las cosas que existen en
una sociedad de consumo) es que los objetos sujetos de tráfico comercial no
tienen singularidad, de hecho, pierden su singularidad desde el momento en que
son parte de un lote exactamente igual (incluso relojes de marca o autos de
exclusivos fabricantes), pero basta que sea un obsequio de alguien para que esa
cosa sea algo importante, aparte del resto.
Para Appadurai, un regalo en las sociedades de
consumo es apenas una de las tantas ficciones mercadeables de los catálogos de
envíos por correo; desde el mismo momento en que una obra de arte, digamos, un
Picasso, entra en el mercado y demanda precios exorbitantes, y hay alguien que
lo pague y la obra sirva para preservar el valor o aumentarlo en el mercado,
pierde de manera inmediata su singularidad.
Para nuestro autor, en la India todavía hay
expresiones artísticas exclusivas que se mueven entre lo efímero y ese anárquico
mundo de las cosas que afectan o enriquecen las vidas de quienes las disfrutan,
no en sus casas, encerradas entre paneles de vidrio de seguridad, sino en la
calle, en el espacio público, siendo carcomidas por los elementos de la
naturaleza a la vista de todos.
Como les decía al principio, me gusta la manera de
escribir de Appadurai, su visión del arte, pero soy muy cuidadoso con los
marxistas, precisamente por esa superioridad moral desde la que siempre pretenden
hablarnos, porque se montan en un pedestal y critican al mundo sin verse la
paja en el propio ojo, porque les gusta chocar contra el capitalismo, desmontar
la sociedad de consumo, envilecer las bases del intercambio en el mercado
libre, pero son incapaces de ver al mundo donde viven, y son indulgentes con
sus camaradas y hermanos de ideología.
Como me interesa la India, estoy enterado de los
muchos escándalos que a diario se suceden entre los políticos de izquierda en
ese país, los negociados, sus dispendiosos estilos de vida, las corruptelas,
sobornos y fortunas mal habidas, a costa de la miseria de muchos de sus
representados, precisamente por rodearse de las cosas que nunca hubieran podido
adquirir con el trabajo honesto de un funcionario público.
Pasa en India igualito que en Venezuela, donde los
chavistas, los grandes críticos de la sociedad de consumo, han dejado una
estela de suntuosas propiedades, cuentas bancarias, autos y yates de lujo,
aviones jets privados, membrecías en exclusivos clubes, hijos estudiando en las
mejores escuelas privadas del capitalismo, empresas siendo investigadas por el
fisco… a su paso, a veces expuesto en redes sociales y otras en diversos medios,
por las principales ciudades del primer mundo.
Como muestra están las historias, que se multiplican,
de carísimos regalos a los amigos y allegados, lujosos relojes, costosas cajas
de vino, exclusivas ediciones de los mejores licores y manjares del mundo… la
verdad es que todavía no he visto a ningún comunista viviendo como Cristo, el
ejemplo que hipócritamente les gusta poner como paradigma de vida dedicada al
prójimo, o como Gandhi, o llevando una vida de tono rural, como la de un Tolstoi
(a pesar de sus bien dotadas cuentas bancarias que tanto problema trajeron a su
familia). A los marxistas les encanta criticar pero se dan la buena vida, la del
consumo, la de la compra en exclusivas tiendas… que, si bien todos podemos entenderla
como debilidades humanas ante la loca provocación del dispendio y los excesos,
una cosa es dársela con el dinero propio y otra muy distinta es disfrutarla con
el dinero ajeno.
Mi regalo de Navidad a mis lectores es este breve
escrito sobre el valor de las cosas. Y mi advertencia: a los comunistas no les
crean ni el Padre Nuestro cuando estén predicando sobre la pobreza – sobre tener
una vida austera, o la afirmación de que ser rico es malo- eso es pura hipocresía.
Que San Nicolás les traiga ese Porche que tanto han
soñado, o ese Piaget incrustado de diamantes, o esa botella de escocés Single
Malt de 30 años por la cual donarían un pulmón… eso sí, que se los ganen con el
sudor de su frente, o con su ingenio, o que alguien, con una gran fortuna bien
habida, se los regale. Feliz Navidad. -
saulgodoy@gmail.com
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