A
pesar de sus penurias económicas, Samuel Johnson, fue un hombre admirado y
protegido por amigos y conocidos, entre ellos miembros de la intelectualidad
inglesa, de la nobleza, del clero, de políticos y exitosos comerciantes,
quienes no dudaban en invitarlo a sus casas para escucharlo o presentarlo a sus
amistades.
Eran
tiempos en que una buena conversación era de las mejores maneras de
entretenerse y aprender.
Es
difícil para nosotros imaginarnos aquellos días sin radio ni televisión, donde
escuchar música era privilegio de pocos, tal
como dijo una vez Milan Kundera: “...
cuando la música era como una rosa que crecía en una enorme planicie nevada de
silencio”.
En
los tiempos de Samuel Johnson, quien pudiera proponer y desarrollar una
conversación inteligente, clara y amena tenía un público ávido que sólo buscaba
la oportunidad de acercarse y disfrutar de escuchar cosas sabias y bien dichas.
Johnson
fue un maestro en esta actividad, es curioso notar que no le dedicó mayor
atención a esta habilidad natural que tenía hasta tarde en su vida, en 1783
expuso algunas ideas sobre el arte del buen conversar: “Tiene que haber, en primer lugar, el conocimiento, se debe disponer de
materiales; en segundo lugar, tiene que poseerse el comando de las palabras; en
tercer lugar, tiene que haber imaginación, el poner las cosas en perspectivas
que comúnmente no se ven; y en el cuarto lugar, tiene que haber una presencia
de la mente y una resolución que no debe amilanarse por fracasos; este último
requisito es esencial; por falta de él es que la gente no se destaca en las
conversaciones.”
Johnson
siempre consideró una buena conversación como un juego, como una competencia, y
para ello desarrolló técnicas de oratoria y declamación muy elaboradas.
En
ese toma y dame de una conversación, creía que la victoria iría al mejor
dispuesto y dentro de su círculo de amigos tenía competencia, sobre todo Edmund
Burke, de quien decía “...ese individuo
me obliga a concentrar todos mis poderes”,
y jamás se enfrentaba a él si se sentía indispuesto.
Reunidos
en tabernas o en lujosas mansiones, servidos de abundantes viandas y
delicados licores, las horas pasaban en
congenial charla sobre los más disímiles tópicos.
Debemos
acotar que Johnson bebía con las comidas, más tarde en su vida, decidió ser
abstemio, por cuestiones de salud antes
que morales; decía del vino: “No pude
dejar el vino, porque no pude soportarlo, puedo beber tres botellas de oporto
sin que salga lo peor en mí por ello.”-
pero tampoco soportaba los excesos de la bebida, decía- “Aquel que hace una bestia de sí mismo lo
hace para no lidiar con el dolor de ser un hombre... es mucho mejor para un
hombre asegurarse de que jamás estará intoxicado, nunca debería perder el poder
sobre sí mismo.”
Y aunque
ya para su tiempo se destilaba y embotellaba la uisge
beata en Escocia, que era el antecesor del scotch whisky, esta
bebida no era muy popular, por lo que su afición por el oporto era legendaria,
en una ocasión dijo: “¿Que más se puede
pedir? es oscuro, es grueso y emborracha... el Claret es para muchachos, y el
oporto para hombres; pero aquel que aspira a ser un héroe debe beber Brandy”
Su más famoso biógrafo fue James Boswell, quien
a los 22 años conoció a Johnson cuando éste contaba con 53, eso sucedió en el
año de 1763.
El
joven había viajado desde Escocia a Londres únicamente que para conocer al
¨Doctor¨ a quien admiraba por sus escritos.
Boswell,
hijo de un próspero juez, llegó a ser el autor de una biografía considerada
como de las mejores en su género: The
life of Johnson.
Este
joven intelectual reverenciaba a su autor favorito y procuraba estar siempre a
su lado, sobre todo en esas invitaciones a almuerzos y cenas
a las que Johnson acudía con su
palabra oportuna e ingeniosa. A la luz de los candelabros desgranaba los
temas con lucidez pasmosa ganándose la fama del
mejor conversador de Inglaterra.
Es
interesante notar el poco afecto que le tenía Johnson a los escoceses, siempre
se refirió a esa región con desdén: “algo
les puedes enseñar si los capturas de pequeños” decía con ironía de sus habitantes. En cierta
ocasión refiriéndose a los aspectos positivos de Escocia dijo: “...Lo más importante de Escocia... es el
camino principal que los lleva a Inglaterra”. Es por ello notable que estos dos hombres se
la llevaran tan bien, y que fuera justamente un abogado escocés, quien
inmortalizara su figura.
Thomas
Carlyle no tenía una buena opinión de Boswell, decía de él: ¨Se le tiene por hombre mediocre, afectado y
glotón y tal era en muchos sentidos. Y con todo, su veneración
hacia Johnson es digna de consideración.
Él, aquel disparatado, engreído
escocés, el hombre más engreído de su época, se allegaba al grande y
polvoriento pedagogo en su miserable buhardilla.´
Boswell
visitaba Londres cada vez que podía y en poco tiempo empezó a tomar notas de lo
que el maestro decía. Las amistades de Johnson se molestaban al ver al
importuno hombrecito pegado del literato a todos lados que iba aún cuando
Boswell no estuviere invitado, le decían “perro faldero” y “pegoste” de tan
notoria que hacía su presencia.
Miss
Burney, una de sus tantas admiradoras decía de Boswell: “Concentraba toda su atención sobre su ídolo, ni siquiera contestaba
cuando alguien le preguntaba algo. Cuando Johnson hablaba, sus ojos se
agrandaban atentos; se inclinaba casi hasta estar sobre el hombro del Doctor;
con su boca abierta repetía cada sílaba; y parecía que escuchaba hasta la
respiración de Johnson como si tuviera algún significado místico. Tomaba cada
oportunidad de estar lo más cerca de Johnson hasta cuando comía, y a veces se
le ordenaba imperiosamente que volviera a su sitio, como si se tratara de un
fiel pero sobre-amistoso spaniel”.
Fernando
Sabater en un delicioso ensayo intitulado Boswell,
el impertinente nos precisa: “Fue algo así como el padre del periodismo
cultural, y desde luego el inventor de ese género literario tan apasionante,
superfluo e inexacto: la entrevista”.
Y es
que sin Boswell el retrato de Johnson estaría incompleto, crearon una pareja de
visos históricos y con una cualidad casi cómica como lo fueron las grandes
parejas de la historia, Sancho y Don Quijote, Sherlock y el Dr. Watson, el
gordo y el flaco... en este caso los dos eran entrados en carnes pero el uno
era moralista y sabio, el otro observador y vagabundo.
Sabater
continúa diciendo: “Algunos, entre los
que me cuento, han llegado a la conclusión que el secreto de Boswell estriba en
que era imbécil. De allí su impudicia y la extraña diafanidad de su trato con
grandes y pequeños. En cambio nadie duda de que fue un autentico salido. Sus diarios suelen repetir con variantes la
misma pericia: en casas de amigos respetables Boswell se extralimitaba con el
oporto, sale a la calle enardecido (“no puedo contener mi ardor”, anota el
pobrecillo) y dando tumbos, para liarse con una o varias prostitutas; días después
se descubre poseedor de una hermosa blenorragia.”
De
acuerdo a Johnson, Boswell era un excelente compañero de viajes, siempre de
buen humor y nunca paraba de hablar aún en situaciones de peligro. “Señor, Si usted estuviera encerrado en un
castillo con un bebe recién nacido ¿qué haría?” - era una pregunta típica
de Boswell a quien le interesaban los temas más disímiles, aunque exquisitamente banales, pero para Johnson era
preferible tenerlo a su lado parloteando que enfrentando el silencio, que no
soportaba.
Leslie
Stephen en su obra Samuel Johnson
(1900), nos dice porqué la biografía de Boswell es tan importante dentro de su
género en la literatura mundial: “Su muy
particular poder de observación puede escapársele a un lector descuidado o sin
experiencia. Boswell tenía un poco de ese verdadero secreto Shakesperiano.
Dejaba que sus personajes se revelaran por sí mismos sin entrometer comentarios
innecesarios. Nunca perdía el sentido de la historia y lo hacía sin llamar la
atención sobre ella. El nos da lo que se requiere del personaje o de la
situación. Y es cuando comparamos sus reportajes con otros menos experimentados
reporteros, cuando apreciamos su habilidad para extraer la esencia de una
conversación... todo aquel que ha tratado de resumir una conversación aprenderá
a apreciar los poderes de Boswell no sólo en memoria sino en su representación
artística”.
De
ese gusto por la buena mesa y compañía es que alrededor de Johnson se agruparon
unas personas, la mayoría con holgados recursos económicos, para conformar lo
que se conoció como el ´Ivy League Club´, sus miembros: médicos,
jueces, escritores, abogados, militares, actores, hombres todos de fama y éxito
profesional se reunían para disfrutar de cenas y largos pousse-café, donde el Sherry y amontillados finos se degustaban en
ambientes exclusivos.
En
1764 la corporación cambió su nombre al de ´The
Club´, el primero de los clubes ingleses privados sólo para miembros,
no permitían mujeres. Fue fundado por Sir Joshua Reynolds, “Nuestro Rómulus” decía Johnson, sus
miembros originales eran Reynolds, Johnson, Burke, Nugent, Beauclerk, Langton,
Goldsmith, Chamier y Hawkings.
Se
reunían cada semana en la taberna “La Cabeza del Turco” en Gerard Street, Soho,
a las siete de la noche, y la velada continuaba hasta altas horas de la
madrugada. Luego que el Club incrementó sus miembros las cenas se hicieron
formales, sólo por estricta invitación, y se consideraba un gran honor ser
admitido en tan prestigioso ambiente.
Boswell
fue admitido al Club 9 años después de su fundación, y recuerda aquel momento
como uno de los más felices de su vida. The Club todavía sobrevive en Londres
manteniendo la tradición que le imprimió su fundador.
El
investigador John Bailey en su obra, Dr. Johnson and his Circle, nos ilustra
sobre el grupo de amistades que constantemente buscaban la compañía de éste
gran hombre (fuera del “the Club”, por supuesto), entre las mujeres estaban
Elizabeth Carter, una académica especializada en los griegos, traductora de la
obra de Epictetus, la novelista Fanny Burney, las señoras Montagu, Macaulay y
Hannah Brown, tres de las mujeres más brillantes y cultas de la sociedad
londinense, la Duquesa de Devonshire considerada una de las mujeres más bellas
de su tiempo pasó parte de su juventud entre el exclusivo círculo, igualmente
la atrevida actriz Kitty Clive.
Johnson
tenía un especial encanto para las mujeres, quien, al contrario de los otros hombres
más vanidosos y conscientes de sí, tendía a olvidar su apariencia personal y obligaba
a las damas a concentrarse en los encantos de su personalidad, de las que Johnson
era pródigo, e incluso, inspiraba cierta ternura.
Su
aspecto personal siempre fue descuidado, le gustaba llevar la misma ropa por
días e incluso llegó a declarar que no le gustaba la ropa nueva, no era muy
aseado y debido a su problema con la vista era usual que acercara su cabeza a
las velas más de la cuenta, para poder leer mejor, y no era extraño que se
sentara a la mesa con la peluca chamuscada. Algunos de sus anfitriones tenían
la delicadeza de tenerle pelucas de repuesto que se la ofrecían antes de pasar
al comedor.
A
pesar de que Johnson no se daba cuenta de que su vestido, su olor y sus
excéntricas maneras podían resultar a veces ofensivos, siempre se preocupó por
ser educado hasta el fastidio.
Entre
sus amigos destacan Shelburne, que fue Primer Ministro el año que Johnson
muere, un hombre misterioso con una reputación siniestra, gran coleccionista de
arte y manuscritos, mecenas y un estudioso de la política, Fox, parlamentario,
miembro del “The Club”, uno de los
hombres más temidos en la Casa de los Comunes por su viperina lengua, un genio
de la negociación y de componendas políticas, fue el principal defensor de la
pensión de Johnson ante el parlamento cuando la moción fue atacada.
Otro
político famoso fue William Windham, uno de los hombres que más reverencia
sentía por Johnson, ocupó la más alta magistratura en Irlanda en representación
del Rey y le acompañó en su lecho de muerte hasta el último momento.
La
lista de parlamentarios que acudía a las veladas con el Doctor es larga, muchos
de ellos pusieron su prestigio y fortunas para propiciar no sólo las veladas
del Club, sino para financiar algunos proyectos y viajes de Johnson.
Gibbon
el historiador, Percy el poeta, Joseph Warton, el editor de Pope, el Obispo de
Salisbury, los médicos Heberden y
Laurence, éste último Presidente del Colegio Médico con quien gustaba de
conversar en latín, el abogado y erudito Sir William Scott eran algunos de los
afortunados comensales de estas reuniones exclusivas.
Nos
dice Bailey: “... vale la pena
observar... de cerca la composición de esta sociedad donde Johnson reinaba como
rey indisputable. Lo más extraordinario era que su círculo intimo, el más
cercano, incluía cuatro hombres de genio. Eran sus más queridos amigos Reynolds, Burke,
Goldsmith y Boswell. De ellos los primeros dos eran reconocidos como el más
grande pintor y el más grande orador de Inglaterra y quizás de Europa, el
tercero, cuando murió, fue declarado por algunos como el más auténtico de los
poetas; y lo que es más importante, en el lapso de 100 años, poco es lo que se
pueda decir en contra de la fama que sus contemporáneos les otorgaron.
De Boswell es suficiente repetir
que, si bien no pudo compararse con la vida ni los poderes mentales de estos
otros, dejó un libro después de su muerte, en el cual cada sucesiva
generación reconoce la originalidad del
mismo, que no es sino otra manera de decir que era un genio.”
Una
de las investigaciones que están por hacerse es la de Johnson como ´Gourmand´, nadie como él disfrutó de la
buena mesa de su época, sobre el tema existe el suficiente material de la mano
de Johnson, incluyendo varios artículos en
´The Rambler´ que habría que
recopilar y ordenar, entre ellos, un excelente ensayo sobre la glotonería.
De
las más famosas anécdotas de Johnson está la referida por Boswell en su
biografía. Cuando Johnson en una cena
con varios caballeros, introduce en su boca insensatamente un pedazo de papa
hirviendo, la escupe con estruendo ante
el asombro de los otros comensales.
Al recobrar la compostura y ante
la actitud perpleja de sus anfitriones su única explicación fue: “Bueno, un tonto se la hubiera tragado”.
Boswell
describe al Johnson sibarita de la siguiente manera: “Nunca conocí a ningún hombre que le gustara comer tanto
como a él. Cuando estaba en una mesa, estaba totalmente
absorto en lo que lo ocupaba: su mirada
parecía sujeta al plato; al menos que
estuviera con una importante compañía, no decía palabra, ni siquiera prestaba
atención a lo que los otros decían,
hasta que satisfacía su apetito, el cual era
fuerte y se complacía con tal intensidad que durante el acto de comer,
las venas de su frente se hinchaban y generalmente una profusa transpiración se hacía visible. Para aquellos de espíritus delicados, esto
era causa de disgusto pues sin duda no era propio del carácter de un filósofo,
quienes se distinguían por su
autodominio. ‘
Una
actitud que no era extraña a este hombre que pensaba de la siguiente manera: “Algunas personas cometen la tontería de no
pensar, o pretender no pensar en lo que comen. Por mi parte pienso en mi estómago seriamente y con mucho cuidado, porque me importa, aquel a quien no le importe su estómago mal le puede
importar cualquier otra cosa.”
Por
Boswell conocemos de uno de los menús que degustaron un domingo, en la
celebración del día de Acción de Gracias:
‘Una buena sopa, pierna de cordero salcochada con espinacas, un pastel de
ternera y un pudín de arroz.´
Acostumbraba
asustar a las damas que lo invitaban a comer haciendo el siguiente comentario: “Yo, señora, que vivo comiendo en una gran
variedad de buenas mesas, soy un mejor juez de la cocina que aquellas personas
que cuentan con un muy tolerable cocinero, pero que viven frecuentemente en
casa y sus paladares se adaptan gradualmente al gusto de su cocinero, en cambio
yo, señora, experimentando en un amplio rango, puedo ser un juez mucho más
exquisito”.
Gustaba
de platos fuertes como puerco hervido, pasteles de ternera rellenos con
ciruelas y azúcar. Su apetito por comidas livianas era igualmente excesivo,
comía de siete a ocho duraznos antes del desayuno; era un prodigioso tomador de
té, el Obispo Burnet le sirvió dieciséis tazas en una mañana y en la noche
podía tomar hasta veinte tazas en una sola velada, quizás, era una de las
razones de su insomnio.
Su
humor se tornaba negro ante una mesa mal servida y no soportaba la mala cocina
prefiriendo no ser invitado si se iba a servir “cualquier cosa”, consideraba
una afrenta personal los descuidos de los cocineros con quienes peleaba a la
menor provocación.
Boswell
recogió un ácido comentario de Johnson al finalizar una cena a la cual fue
invitado; “Esta cena estuvo
suficientemente buena, eso es seguro, pero no fue una cena como para invitar a
un hombre a comer.”
Si
obviamos sus comentarios insidiosos y de su implacable crítica al momento de
conversar, encontramos que era un hombre que valoraba la amistad como lo más
sagrado, siempre velando por sus compañeros, preguntando por sus paraderos y en
permanente contacto, le dijo a Reynolds en una ocasión: “Un hombre debe mantener a sus amistades en constante mantenimiento,
de otra manera se encontrará solo cuando se haga viejo”, también diría: “Cuando recuento el día, lo considero
perdido si no he conocido a alguien nuevo”. - saulgodoy@gmail.com
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